lunes, 27 de julio de 2009

Cómo la guerra en serie se convirtió en un modo de vida en EE.UU.

Cómo la guerra en serie se convirtió en un modo de vida en EE.UU.

Tom Dispatch,

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens



Introducción del editor de Tom Dispatch

El secretario de defensa de EE.UU., Robert Gates, defendió recientemente como sigue su decisión de detener la producción del F-22 Raptor, el gigantesco despilfarro para un caza bombardero: “Hay que considerar,” dijo el secretario de defensa, “que para 2020, se proyecta que EE.UU. tenga cerca de 2.500 aviones de combate de todos los tipos, con sus tripulaciones. De esos, cerca de 1.100 serán de la quinta generación más avanzada, F-35 y F-22. Se proyecta que China, al contrario, no tenga aviones de quinta generación hasta 2020. Y hasta 2025, la brecha sólo aumenta. EE.UU. tendrá aproximadamente 1.700 de los cazas de quinta generación más avanzados, en comparación con sólo un puñado de aviones comparables de los chinos… Sólo en el universo paralelo que es Washington D.C., eso sería considerado ‘destruir’ la defensa.”

De modo que ya llegamos a 2025 y, nos dice el secretario de defensa, EE.UU. tendrá todavía, según la actual planificación del Pentágono, una fuerza aérea sin igual en la Tierra. Pero no basta. Es sólo una planificación a mediano plazo cuando tiene que ver con las fuerzas armadas de EE.UU. y las guerras del futuro. David Axe, del blog Danger Room de Wired, informa que la Fuerza Aérea acaba de publicar su “Plan de Vuelo de Sistemas de Aviones sin Tripulación 2009-2047.” En lo que Axe describe como “82 páginas repletas de acrónimos,” sugiere que “los combatientes aéreos de mañana no tendrán pilotos en la cabina.” El Plan esboza que “robots volantes cada vez mayores y más sofisticados terminarán por reemplazar todos los tipos de aviones tripulados en su inventario – todos, desde rápidos cazas en el aire hasta pesados bombarderos y aviones cisterna.”

No importa si esto resulta ser fantasía o realidad, lo que hay que subrayar es esa fecha: 2047. Ahora bien, es una planificación a largo plazo como es probable que ninguna otra parte del gobierno de EE.UU. vaya a realizar algún día. Y es porque, como indica David Bromwich, quien escribe regular e mordazmente para Huffington Post y New York Review of Books, EE.UU. se ve ahora en el futuro distante como guerrero serial. Tom.

Las guerras de EE.UU.

Como la guerra serial se convirtió en un modo de vida de EE.UU.

David Bromwich

El 16 de julio, en un discurso en el Economic Club de Chicago, el secretario de defensa Robert Gates dijo que el “problema central” para la defensa de EE.UU. es ahora cómo las fuerzas armadas deben ser “organizadas, equipadas – y financiadas – en los años por venir, para ganar las guerras en las que nos encontramos mientras nos preparamos para amenazas en o más allá del horizonte.” La frase más allá del horizonte debiera ser de mal agüero. ¿Quería decir Gates a su audiencia de dirigentes empresariales de mentalidad cívica que gastaran más dinero en defensa para enfrentar amenazas por cuya existencia en sí nadie podía hacerse responsable? En vista de la aceptación pública del militarismo estadounidense, podía hablar a sabiendas de que nunca llegaría a plantearse ese embarazoso cuestionamiento.

Hemos comenzado a hablar a la ligera sobre nuestras guerras; y esto debiera ser sorprendente por diversas razones. Para comenzar, en la historia de EE.UU. la guerra nunca fue considerada una situación normal. Durante dos siglos los estadounidenses aprendieron a pensar que la guerra en sí es una aberración, y sólo parecería que las “guerras” en plural son doblemente aberrantes. A generaciones más jóvenes de estadounidenses, se les está enseñando ahora a no esperar un fin de la guerra – y ningún fin de las guerras.

Para cualquiera que haya nacido durante la Segunda Guerra Mundial, o en los primeros años de la Guerra Fría, la esperanza de progreso internacional hacia la reducción de conflictos armados sigue siendo una memoria palpable. Después de todo, la amenaza de las potencias del Eje, cuyo aparato estatal era alimentado por las guerras, fue eliminada definitivamente por la acción concertada de Rusia Soviética, Gran Bretaña, y EE.UU. La fundación de Naciones Unidas representó una mayor esperanza de una paz general. Organizaciones como el Comité por una Política Nuclear Cuerda (SANE) y la Unión de Científicos Preocupados recordaron a la gente en Occidente, así como en el bloque comunista, una verdad que ya todos conocían: que el mundo tenía que superar la guerra. El filósofo francés Alain Finkielkraut llamó ese breve intervalo “la Segunda Ilustración” en parte por la unidad del deseo de un mundo en paz. Y el nombre Segunda Ilustración está lejos de ser absurdo. Los años después de la peor de las guerras estuvieron marcados por un sentimiento de disgusto universal ante la idea misma de la guerra.

En los años cincuenta, la única guerra posible entre las grandes potencias, EE.UU. y la Unión Soviética, habría sido una guerra nuclear; y el horror de la destrucción asegurada era tan monstruoso, la perspectiva de las consecuencias tan imperdonable, que la única alternativa parecía ser un propósito de paz. John F. Kennedy lo vio claramente cuando presionó por la ratificación del Tratado de Prohibición de las Pruebas Nucleares – el mayor logro de su gobierno.

Lo firmó el 7 de octubre de 1963, seis semanas antes de ser asesinado, y marcó el primer paso para alejarse de la guerra en toda una generación. ¿Quién iba a imaginar que el próximo paso tardaría 23 años, hasta que la imaginación de Ronald Reagan fue influenciada por la imaginación de Mijail Gorbachov en Reykjavik? La demora después de Reykjavik ha tardado casi otro cuarto de siglo; y aunque Barack Obama habla el lenguaje del progreso, todavía no está claro si posee el coraje de Kennedy o la imaginación de Gorbachov y Reagan.

Olvidando Vietnam

En el Siglo XX, como en el XIX, las guerras pequeñas “involucraron” una mentalidad de guerras que duran una década o más. La Guerra de Corea provocó en los estadounidenses el estado de miedo necesario para permitir la realización de la Guerra Fría – uno de cuyos dogmas, la identificación de la isla de Formosa como la verdadera China, fue desarrollado por el lobby favorable a la guerra alrededor del líder nacionalista chino Chiang Kai-shek. Sin embargo, ni la Guerra de Corea que tuvo lugar en cierta medida bajo auspicios de la ONU, ni la Guerra de Vietnam, por crueles y destructoras que hayan sido, alteraron el punto de vista de que la guerra era una reliquia de un pasado bárbaro.

Vietnam fue el subproducto de una política de “contención” contra la Unión Soviética que se salió de control: una pequeña contrainsurgencia que creció a la escala de una guerra casi ilimitada. A pesar de ello, el que se hablara persistentemente de paz – tal como ya no se hace en estos días – formó un contrapunto a los últimos seis años de Vietnam, y nunca hubo siquiera la sugerencia de que otra guerra semejante podría seguir naturalmente porque teníamos enemigos por doquier en el planeta y porque la manera de encarar a los enemigos era invadirlos y bombardearlos.

El fracaso de la conciencia moral de EE.UU. cuando se trató de Vietnam tenía poco que ver con un encantamiento con la guerra como tal. En cierto sentido lo que hubo es lo contrario. El fracaso tuvo que ver, en gran parte, con una tendencia a tratar la guerra como una “pesadilla” particular, más allá del alcance de la historia; algo que nos sucedía a nosotros, no algo que nosotros hacíamos. Oponentes y partidarios de la guerra compartieron la creencia de que nunca se debía permitir que algo semejante volviera suceder.

De modo que la lección de Vietnam llegó a ser: nunca hay que comenzar una guerra sin saber lo que se quiere lograr y cuándo se tiene la intención de partir. Colin Powell dio su nombre a la nueva doctrina; y al convertir la violencia de cualquier guerra en una ecuación de coste-beneficio, ayudó a borrar la consciencia del mal que habíamos cometido en Vietnam. La sintomática y extrañamente despiadada advertencia de Powell a George W. Bush sobre la invasión a Iraq – “Si lo rompe, lo paga” – expresa el pragmatismo militar de su modo de pensar.

Durante más de una generación, dos ilusiones han dominado el modo de pensar estadounidense sobre Vietnam. En la derecha, ha habido la idea de que “combatimos con una mano atada detrás de la espalda.” (De hecho las únicas armas que EE.UU. no utilizó en Indochina fueron nucleares.) Dentro del establishment liberal, por otra parte, se prefiere la teoría del asesino solitario: como en la Guerra de Iraq, en la cual la culpa es del secretario de defensa Donald Rumsfeld, en Vietnam el secretario de defensa Robert McNamara se ha convertido en el culpable preferido.

Esta conveniente limitación de la responsabilidad para Vietnam se hizo, en todo caso, más pronunciada después de la muerte de McNamara el 6 de julio. Incluso un obituario honesto y despiadado como el de Tim Weiner en New York Times apartó de la historia central a personajes relevantes como el secretario de estado Dean Rusk y el general William Westmoreland. Mientras tanto, el presidente Richard Nixon y su consejero nacional de seguridad Henry Kissinger parecen haberse desmaterializado por completo – como si no hubieran hecho otra cosa que “heredar” la guerra. La verdad es que Kissinger y Nixon ampliaron la Guerra de Vietnam y exacerbaron sus crímenes. Basta con recordar la transmisión de una alarmante orden presidencial en un llamado telefónico de Kissinger a su adjunto Alexander Haig. EE.UU. iniciaría, dijo Kissinger, “una masiva campaña de bombardeo en Camboya [utilizando] todo lo que vuela contra todo lo que se mueva.”

Vietnam no fue más que Iraq una guerra con un solo arquitecto o en función del interés de un solo partido. Todo el establishment político estadounidense – y durante todo el tiempo posible, también la cultura pública – se sumaron a la guerra y cuestionaron la lealtad de oponentes y antagonistas. Se pidió a la opinión pública que admirara, y no dejó de apoyar, la Guerra de Vietnam durante cinco años bajo el presidente Lyndon Johnson; y Nixon, elegido en 1968 con la promesa de terminarla con honor, no fue responsabilizado cuando la continuó más allá de su primer período y agregó una atroz guerra auxiliar en Camboya.

Sin embargo, desde que el senador Joe McCarthy acusó a los demócratas de “veinte años de traición” – la acusación de que, bajo los presidentes Franklin Delano Roosevelt y Harry Truman, EE.UU. había perdido una guerra contra agentes comunistas dentro del país, que ni siquiera habíamos comprendido que tenía lugar – se ha convertido en una verdad popular de la política estadounidense que el Partido Republicano es el partido que sabe de guerras: cómo causarlas, y cómo terminarlas.

En la práctica, esta significa que a los demócratas tiene que serles difícil mostrar que están más dispuestos a combatir que lo que puedan considerar prudente o justo. Como prueba el legado de Lyndon Johson y Bill Clinton, y como ha confirmado el primer medio año de Obama, los presidentes demócratas se sienten obligados a iniciar o a ampliar guerras para mostrar que son dignos de todo tipo de confianza. Obama ya mostró su comprensión de la lógica del candidato demócrata en tiempos de guerra en la campaña primaria de 2007, cuando aseguró a los establishment militar y político que la retirada de Iraq sería compensada mediante una guerra más amplia en Pakistán y Afganistán.

Ahora estamos próximos a codificar un modelo según el cual se espera que un nuevo presidente nunca renuncie a una guerra sin emprender otra.

De la intervención humanitaria a las guerras por elección

Nuestra confianza en que nuestra selección de guerras será asegurada, y nuestros asesinatos perdonados, por los beneficiarios correspondientes proviene sobre todo de la idea popular de lo que sucedió en Kosovo. Sin embargo, las once semanas de bombardeos de la OTAN desde marzo hasta junio de 1999 – un aparente ejercicio de humanidad (en el cual ni un solo avión fue derribado) en la causa de un pueblo asediado – también fue un ejercicio de estrategia y armas.

Kosovo, en este sentido, fue un espécimen mayor del tipo de guerra de ensayo lanzada en 1983 por Ronald Reagan en 1983 (donde una invasión de Granada hecha ostensiblemente para proteger a estadounidenses residentes también sirvió como cobertura agresiva para la retirada del presidente del Líbano), y en 1989 por George H.W. Bush en Panamá (donde un ataque contra un dictador impopular sirvió como ejercicio de prueba para las armas y la propaganda de la Primera Guerra del Golfo de un año después). El ataque de la OTAN contra la antigua Yugoslavia en defensa de Kosovo fue también una guerra pública – legal, feliz, y justa, a los ojos de los medios dominantes – una guerra ciertamente organizada abiertamente y conducida con una oleada de conciencia. La cara de Tony Blair irradiaba la bondad de los bombardeos. Kosovo, más que cualesquiera otros enfrentamientos en los últimos años preparó el consenso militar-político estadounidense a favor de guerras seriales contra enemigos transnacionales del tipo que se sea.

Un reciente artículo de David Gibbs, extraído de su libre “First Do No Harm” presentó un antídoto para la leyenda humanitaria de la guerra de Kosovo. Gibbs muestra que no fueron los serbios sino el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK) el que, en 1998, rompió los términos del acuerdo de paz negociado por Richard Holbrooke y por lo tanto hizo inevitable una guerra. Tampoco fue poco razonable que Serbia objetara posteriormente a la demanda estadounidense y europea de que los mantenedores de la paz de la OTAN gozaran de “paso sin restricciones y acceso sin impedimenta” a través de Yugoslavia – en efecto, que consintiera ser un país ocupado.

A los estadounidenses se les dijo que los serbios en esa guerra eran opresores, mientras los albanos eran víctimas: una mitología que se parece en mucho a los informes estadounidenses posteriores sobre los suníes culpables y los chiíes inocentes de Iraq. Pero el ELK, informa Gibbs, “tenía antecedentes de brutalidad y racismo que diferían poco de los de las fuerzas de Milosevic.” Y lejos de impedir asesinatos masivos, los “ataques quirúrgicos” de la OTAN sólo los aumentaron. El número de muertos en ambos lados antes de la guerra fue de unos 2.000. Después de los bombardeos, y como venganza por ellos, cerca de 10.000 personas fueron muertas por las fuerzas de seguridad serbias. Por lo tanto, mientras más se examina el caso, menos aceptable parece Kosovo como precedente para futuras intervenciones humanitarias.

Clinton y Kosovo, más que Bush e Iraq, abrieron el período en el que ahora vivimos. Tras la legitimación de ambas guerras, sin embargo, yace una amplia inversión ideológica en la idea de “guerras justas” – sobre todo, en la práctica, guerras libradas por las democracias comerciales en nombre de la democracia, para imponer sus propios intereses sin un sobrepeso inaceptable de conspicuo egoísmo. Michael Ignatieff, teórico de la guerra justa que apoyó las guerras de Kosovo e Iraq, publicó un artículo influyente sobre la invasión de Iraq: “The American Empire: The Burden,” en New York Times Magazine el 5 de enero de 2003, sólo semanas antes del inicio de “choque y pavor”. Ignatieff se preguntó si el pueblo estadounidense era suficientemente generoso como para librar la guerra que su presidente quería comenzar contra Iraq. Porque se trataba de, escribió:

“un momento crucial en el largo debate de EE.UU. consigo mismo sobre si su papel en el extranjero como imperio amenaza o fortalece su existencia como república. El electorado estadounidense, aunque todavía apoya al presidente, se pregunta si su proclamación de una guerra sin fin contra terroristas y tiranos sólo aumentará su vulnerabilidad mientras pone en peligro sus libertades y su salud económica dentro del país. Una nación que pocas veces calcula el coste de lo que aprecia realmente debe preguntar ahora cuándo vale la ‘liberación’ de Iraq.”

Canadiense residente en EE.UU., Ignatieff luego apoyó la guerra como asunto de deber cívico estadounidense, con una indulgente ironía para sus antagonistas:

“El cambio de régimen es una tarea imperial por excelencia, ya que supone que el interés del imperio tiene derecho a destruir la soberanía de un Estado… El cambio de régimen también plantea la difícil pregunta para los estadounidenses de si su propia libertad incluye un deber de defender la libertad de otros más allá de sus fronteras… Pero sigue siendo un hecho – por desagradable que sea para esos izquierdistas que consideran el imperialismo estadounidense como la raíz de todo mal así como para los aislacionistas de derecha, que creen que el mundo más allá de nuestras costas no es cosa nuestra – que hay muchos pueblos que deben su libertad a un ejercicio del poder militar estadounidense… Son los bosnios, cuya nación sobrevivió porque el poder aéreo y la diplomacia estadounidenses impusieron el fin de una guerra que los europeos no pudieron detener. Son los kosovares, que todavía serían prisioneros de Serbia si no fuera por el general Wesley Clark y la Fuerza Aérea. Una lista de la gente cuya libertad depende del poder aéreo y terrestre estadounidense también incluye a los afganos y, del modo más inconveniente de todos, a los iraquíes.”

¿Y por qué detenerse allí? Para Ignatieff, el ejemplo de Kosovo fue central y persuasivo. Los que no podían comprender de qué se trataba eran “esos izquierdistas” y “aislacionistas.” Al contrario, los estrategas y soldados dispuestos a soportar el “peso” del imperio no eran sólo el partido de los que poseían una visión del futuro y los humanos, eran también los realistas, los que sabían que nada bueno puede suceder sin un coste – y que nada marca tanto la grandeza de un pueblo como una sucesión de triunfos en una serie de guerras justas.

Las guerras más allá del horizonte

Si se combina la guerra aérea sin bajas que la OTAN realizó sobre Yugoslavia con la doctrina Powell de múltiples guerras y salidas seguras, se llega a algo cercano al terreno de la guerra actual Af-Pak. Una guerra en la cual un país puede ahora cruzar la frontera hacia otro sin que haya apenas una pausa para una discusión pública o un paso perdido en asignaciones presupuestarias. Cuando las guerras eran consideradas, en el mejor de los casos, como un mal necesario, se preguntaba si una guerra era estrictamente necesaria al hablar de ella. Ahora, cuando las guerras se han convertido en un modo de vida, se pregunta más bien en qué medida un punto de apoyo en una región es fuerte mientras es preparado para la guerra siguiente.

Un uso de modelo reciente ha sido introducido al inglés para facilitar ese cambio de actitud. En el lenguaje de los documentos de los think-tanks y en los perfiles periodísticos de los últimos dos años, se encuentra un extraño engreimiento que comienza a ser presentado como un hecho: es decir la plausibilidad de que EE.UU. planifique anticipadamente una cadena de guerras. Robert Gates planteó el pensamiento más reciente en una forma convencional, una vez más, en el programa de televisión ‘60 Minutes’ en mayo pasado. Hablando de la necesidad de que el Pentágono se concentre en la guerra en Afganistán, Gates dijo: “Yo quería un departamento que francamente pudiera caminar y mascar chicle al mismo tiempo, que pudiera librar la guerra como lo hacemos ahora, mientras al mismo tiempo planeamos y preparamos las guerras de mañana.”

La extraña perspectiva que este uso – “las guerras de mañana” – convierte en rutina es que anticipamos muchas guerras en el futuro cercano. Somos la democracia ascendiente, la nación excepcional en el mundo de las naciones. Librar guerras es nuestro destino y nuestro deber. Por lo tanto la palabra “guerras” – cada vez más en plural – se convierte en el modo común de identificar no sólo las guerras que estamos librando ahora sino las guerras que esperamos librar.

Un impresionante ejemplo de adaptación periodística al nuevo lenguaje apareció en la reciente reseña de Elisabeth Bumiller en el New York Times sobre una responsable política esencial en el gobierno de Obama, la subsecretaria de defensa para política, Michele Flournoy. A diferencia de su más conocido predecesor en esa posición, Douglas Feith – un evangelista neoconservador favorable a la guerra quien definió la inexistencia de los derechos de los prisioneros de guerra – Flournoy no es una ideóloga. El artículo celebra ese hecho. ¿Pero cuánto consuelo puede significar que una tranquila carrerista se incline actualmente por una aceptación plural de “nuestras guerras”? El trabajo de Flournoy, escribe Bumiller:

“se limita a lo siguiente: evaluar las amenazas contra EE.UU., proponer la estrategia para contrarrestarlas, ponerla en práctica asignando recursos dentro de las cuatro ramas de los servicios armados. Un aspecto importante para QDR [Estudio Cuatrienal de Defensa], como es llamado dentro del Pentágono, es cómo equilibrar los preparativos para futuras guerras de contrainsurgencia, como las de Iraq y Afganistán, con planes para conflictos convencionales contra potenciales adversarios bien equipados, como Corea del Norte, China o Irán.

“Otro dilema, dado que las guerras tanto en Iraq como en Afganistán han durado mucho más que la participación estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, es cómo prepararse para conflictos que podrían involucrar a las fuerzas estadounidenses durante décadas.”

Nótese la progresión de los sustantivos en este párrafo: amenazas, guerras, conflictos, décadas. Nuestra selección de guerras para un siglo podría ser variada con la misma astucia que la que solía limitarse a nuestra selección de coches. El artículo continúa admirando la frialdad del comportamiento de Flournoy usando un modismo de apreciación estética:

“La señora Flournoy ya es la impulsora de una nueva estrategia militar, que será la premisa central de la QDR, el concepto de la guerra ‘híbrida’, que ve los conflictos de mañana como una compleja mezcla de batallas convencionales, insurgencias y amenazas cibernéticas. ‘Estamos tratando de reconocer que la guerra puede ocurrir con muchos sabores diferentes en el futuro,’ dijo la señora Flournoy.”

Entre la descripción de la periodista de una “compleja mezcla” y el habla de la planificadora de “muchos sabores diferentes,” cuesta saber si estamos sentados en un búnker o ante la mesa de la cocina. Pero de eso se trata. Estamos llegando a considerar nuestras guerras como un ejercicio de ingenio y una prueba de gusto.

Por qué la Constitución dice poco sobre las guerras

Los fundadores de EE.UU. vieron la guerra de un modo muy diferente. Una de sus esperanzas más constantes – manifiesta en numerosos panfletos que escribieron contra el Imperio Británico y los límites contra poderes de guerra incluidos en la propia Constitución – fue que una democracia como EE.UU. llevaría irresistiblemente a apartarse de la dirección de guerras. Supusieron que las guerras eran cosa de reyes, libradas en función del interés del engrandecimiento, y también asunto de la aristocracia rural hereditaria en función del interés del aumento del privilegio y de riquezas inexplicables. De ninguna manera podían servir las guerras el interés de la gente. Maquiavelo, analista del poder a quien los fundadores leían con atención, había observado que “la gente no desea ser mandada ni oprimida,” mientras “los poderosos desean mandar y oprimir.” Sólo un apetito por el comando y la opresión podían llevar a alguien a adoptar una ética de guerras continuas.

En el tercero de los ‘Papeles Federalistas’, escritos para persuadir a los antiguos colonos de que ratificaran la Constitución, John Jay argumentó que, a falta de una unión constitucional, la multiplicación de Estados tendría el mismo efecto negativo que una proliferación de países hostiles. Una causa de las guerras en Europa en el Siglo XVIII, como lo vieron los fundadores, ha sido la mera cantidad de Estados, cada cual con sus propios apetitos egoístas separados; de modo que también en EE.UU., los Estados, a medida que aumentaban su cantidad, provocarían celos externos y aumentarían las divisiones entre ellos mismos. “La Unión,” escribió Jay, “tiende sobre todo a preservar a la gente en un estado de paz con otras naciones.”

Una unión democrática y constitucional, continuó en Federalista 4, actuaría con más sabiduría que los monarcas absolutos a sabiendas de que “existen causas de la guerra pretendidas así como justas.” Entre las causas pretendidas, favorecidas por los monarcas de Europa, Jay enumeró:

“una sed de gloria militar, venganza por afrentas personales; ambición o pactos privados para engrandecer o apoyar a familias o partidarios en particular. Estos y una variedad de motivos, que sólo afectan la mente del Soberano, a menudo lo llevan a involucrarse en guerras que no están consagradas por la justicia, o la voz o los intereses de su pueblo.”

Cuando, pensaba Jay, las gentes sean liberadas de su dependencia servil, para que no sigan mirando a un soberano fuera de sí mismos y de contarse como “su pueblo,” los motivos para la guerra serían proporcionalmente debilitados.

No era un tema pasajero para los escritores federalistas. Alexander Hamilton lo encaró de nuevo en Federalista 6, cuando habló de “las causas de hostilidad entre naciones,” y colocó por sobre todas las demás causas “el amor de poder o el deseo de preeminencia y dominación”: el deseo, en breve, de sustentar una reputación como la primera de las potencias y del control de un imperio. Continuando, en Federalista 7, con el mismo tema del seguro contra “las guerras que han desolado la tierra,” Hamilton propuso que el gobierno federal podría servir como un árbitro imparcial en el territorio occidental, que de otra manera podría convertirse en “un amplio teatro para pretensiones hostiles.”

Consideremos la prominencia de esos puntos de vista. Cuatro de los siete Papeles Federalistas presentan, como una razón primordial para la fundación de EE.UU., la creencia de que, al hacerlo, EE.UU. evitará con más facilidad la infección de las múltiples guerras que han desolado Europa. Fue el consenso implícito de los fundadores. No sólo Jay y Hamilton, sino también George Washington y su Farewell Address, y James Madison, Benjamin Franklin y John Adams así como John Quincy Adams. Formaba hasta tal punto parte del idealismo que se apoderó del país en los años ochenta del Siglo XVIII que Thomas Paine pudo aludir a ese sentimiento en una frase de pasada de “Los derechos del hombre.” Paine afirmó lo que Jay y Hamilton daban por sentado en los Papeles Federalistas: “Europa está demasiado repleta de reinos para mantener la paz por mucho tiempo.”

¿Nos hemos acostumbrado demasiado al empleo de nuestro ejército, armada y fuerza aérea como para mantener la paz por mucho tiempo, o incluso considerar la paz? Hablar de una guerra perpetua contra “amenazas” más allá del horizonte, como lo hizo el Pentágono de Bush, y lo hace ahora en Pentágono de Obama, es evadir la pregunta de si alguna de las guerras es, para ser exactos, una guerra de autodefensa.

Detrás de toda esa evasión está la idea de que EE.UU. es una nación destinada a guerras seriales. La idea misma sugiere que ahora necesitamos un enemigo permanente que exceda la evidencia citable de peligro en cualquier momento dado. En “The Sorrows of Empire,” Chalmers Johnson presentó un informe convincente sobre la justificación económica del Estado nacional de seguridad estadounidense, su base industrial y militar, y sus defensas manufactureras.

Cada movimiento hacia la reforma no es sólo dificultado por la vasta extensión y poder de nuestro ejército permanente. Tampoco basta enteramente que se encuentre la causa en nuestra busca de armas sofisticadas y tecnología letal, o en las bases militares con las cuales EE.UU. ha cercado el globo, o en los intereses financieros, los Halliburton y Raytheon, los Dyncorp y Blackwater que se combinan contra la paz con demandas que van más allá de las de la Compañía Británica de las Indias Orientales en el apogeo de su influencia. Es un rompecabezas más profundo en la relación de los propios militares con el resto de la sociedad estadounidense. Porque las fuerzas armadas de EE.UU. incluyen ahora una clase de oficiales con el carácter y los privilegios de una aristocracia nativa, y una tropa para la cual se han realizado las mejores posibilidades del socialismo.

Barack Obama ha comparado los objetivos que se propone lograr en política exterior con la tarea de hacer girar un barco muy grande en el mar. La verdad es que, en manos de Obama, la “proyección de fuerza” ya ha girado, pero en más de una dirección. Ha fijado límites retóricos internos a nuestras provocaciones a la guerra al rehusarse a hablar, como lo hizo su predecesor, de la difusión de la democracia por la fuerza o de la factibilidad del cambio de régimen como un remedio para los motivos de queja contra países hostiles. Y sin embargo puede ser seguro que ninguna de las guerras que prepara la nueva subsecretaria de defensa para política sea una guerra de pura autodefensa – la única clase de guerra que los fundadores de EE.UU. hubieran considerado. Ninguno de los planes actuales, a juzgar por el artículo de Bumiller, apunta a proteger a EE.UU. contra una potencia que pudiera aplastarnos en el interior. Para encontrar una potencia semejante, tendríamos que ir a buscar muy lejos más allá del horizonte.

Las futuras guerras de elección para el Departamento de Defensa parecen ser guerras de fuertes bombardeos y ocupaciones entre ligeras y medianas. Las armas serán drones en los cielos y los soldados serán, en la medida de lo posible, miembros de las fuerzas especiales encargados de ejecutar “operaciones ocultas” de aldea en aldea y de tribu en tribu. Parece poco probable que tales guerras – que requerirán el libre paso por sobre Estados soberanos por el ejército, los marines, y la Fuerza Aérea, y la represión de la resistencia nativa a la ocupación, puedan ser realizadas sin basarse de facto en cambios de régimen. Sólo se puede confiar en un gobierno títere para que actúe contra su propio pueblo en apoyo a una potencia extranjera.

Esas son las guerras planificadas y libradas actualmente en nombre de la seguridad de EE.UU. Representan una política que se opone totalmente al idealismo de libertad que persistió desde la fundación de EE.UU. hasta bien avanzado el Siglo XX. Es fácil descartar el contraste que hicieron Washington, Paine y otros, entre la moral de una república y los apetitos de un imperio. Sin embargo, el punto de ese contraste es simple, literal y de ninguna manera elusivo. Capturó una verdad permanente sobre la ciudadanía en una democracia. No se puede, decía, seguir siendo un pueblo libre mientras se aceptan los frutos de la conquista y la dominación. Los beneficiarios pasivos de los amos son también esclavos.

…………

David Bromwich, editor de una selección de discursos de Edmund Burke “On Empire, Liberty, and Reform,”ha escrito sobre la Constitución y las guerras de EE.UU. para The New York Review of Books y The Huffington Post.

Copyright 2009 David Bromwich

http://www.tomdispatch.com/post/print/175098/Tomgram%253A%2520%2520David%2520Bromwich%252C%2520America%2527s%2520Serial%2520Warriors

lunes, 13 de julio de 2009

Honduras, Iran, Pakistan, Afganistán (y el efecto boomerang)

Honduras, Iran, Pakistan, Afganistán (y el efecto boomerang)


Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos y Loles Oliván


Los recientes acontecimientos en Honduras e Irán, que enfrentan a regímenes elegidos democráticamente con actores civiles y militares pro-estadounidenses decididos a derrocarlos, se pueden entender mejor como parte de una estrategia más amplia de la Casa Blanca designada para hacer retroceder* los logros de los gobiernos y movimientos de oposición durante los años Bush.

De una manera que recuerda las políticas de la Nueva Guerra Fría de Ronald Reagan, Obama ha aumentado enormemente el presupuesto militar, el número de tropas de combate, ha marcado nuevas regiones como objetivo de la intervención militar y respaldado golpes militares en regiones tradicionalmente controladas por Estados Unidos. Sin embargo, la estrategia de retroceso de Obama tiene lugar en un contexto interno e internacional muy diferente. A diferencia de Reagan, Obama se enfrenta a una profunda y prolongada recesión/depresión, a déficits fiscales y comerciales generalizados, a un papel cada vez menor en la economía mundial y a una pérdida de dominio político en América Latina, Oriente Próximo, este de Asia y otros lugares. Mientras que Reagan se enfrentó a un decadente régimen comunista soviético, Obama se enfrenta a una creciente oposición a escala mundial desde una variedad de regímenes electorales independientes laicos, clericales, nacionalistas, democrático liberales y socialistas, y de movimientos sociales anclados en luchas locales.

La estrategia de retroceso de Obama es evidente desde sus primeras declaraciones en las que prometía reafirmar el dominio (‘liderazgo’) estadounidense en Oriente Próximo, su proyección de potencia militar generalizada en Afganistán y de expansión militar a Pakistán, y la desestabilización de regímenes a través una profunda intervención por medio de terceros, como en Irán y Honduras.

El hecho de que Obama persiga la estrategia de retroceso opera en una multifacética política de abierta intervención militar, de operaciones encubiertas a través de la ‘sociedad civil’ , de una retórica diplomática aparentemente benigna de sutil persuasión que depende en mucho de la propaganda mediática. Los importantes acontecimientos que se están desarrollando actualmente ilustran las políticas de retroceso puestas en marcha.

En Afganistán Obama ha más que duplicado el número de fuerzas militares estadounidenses que han pasado de 32.000 a 68.000. Durante la primera semana de julio sus comandantes militares emprendieron la mayor ofensiva militar única desde hace décadas en la provincia del sur afgano de Helmand para desplazar a la resistencia y al gobierno indígena.

En Pakistán el régimen Obama-Clinton-Holbrooke ejerció con éxito la máximo presión sobre el recién instalado régimen cliente de Zedari para emprender una ofensiva militar masiva y hacer retroceder a las fuerzas de la resistencia islámica operativas desde hace mucho tiempo en las regiones fronterizas del noroeste, mientras los drones [aviones teledirigidos] y los comandos de las fuerzas especiales estadounidenses bombardean y asaltan rutinariamente los pueblos y a los dirigentes locales pastún sospechosos de apoyar a la resistencia.

En Iraq, el régimen de Obama emprende el ridículo complot de reconfigurar el mapa urbano de Bagdad para incluir bases militares y operaciones estadounidenses, y hacer pasar el resultado por “retirar las tropas a sus barracas”. La multimilmillonaria inversión a largo plazo de Obama, su infraestructura militar a larga escala, incluyendo bases, campos de aviación e instalaciones, habla de una presencia imperial ‘permanente’, no de sus promesas de campaña de una retirada programada. Mientras que ‘la puesta en escena’ de elecciones fijas entre candidatos que son clientes certificados por Estados Unidos es la norma en Iraq y Afganistán, donde la presencia de tropas estadounidenses garantiza una victoria colonial, en Irán y Honduras Washington recurre a operaciones encubiertas para desestabilizar o derrocar a los presidentes en ejercicio que no apoyan las políticas de retroceso de Obama.

La operación encubierta y no tan visible en Irán encontró su expresión en un fracasado desafío electoral seguido de ‘manifestaciones masivas en las calles’ centradas en la afirmación de que la victoria electoral del anti-imperialista presidente en ejercicio Mahmoud Ahmadinejad fue el resultado de un ‘fraude electoral’. Los medios de comunicación de masas occidentales desempeñaron un papel fundamental durante la campaña electoral al proporcionar una cobertura favorable exclusivamente de la oposición y aspectos negativos del régimen en ejercicio. Los medios de comunicación de masas recubrieron las ‘noticias’ con propaganda a favor de los manifestantes al presentar selectivamente la cobertura para deslegitimar las elecciones y a los altos cargos electos, y hacerse eco de las acusaciones de ‘fraude’. El éxito de propaganda de la campaña de desestabilización orquestada por Estados Unidos incluso encontró un eco entre amplias secciones de lo que pasa por la ‘izquierda’ estadounidense la cual ignora la enorme financiación coordinada por Estados Unidos de grupos y políticos iraníes clave involucrados en las protestas en las calles. ‘Periodistas free-lance’ neo-conservadores, liberales e izquierdistas itinerantes, como Reese Erlich, defendieron la campaña de desestabilización desde su propio punto de vistas estratégico particular como ‘un movimiento democrático popular contra el fraude electoral’.

Los animadores de derecha/izquierda de los proyectos de desestabilización estadounidenses no consideraron varios factores explicativos clave:

1. Por ejemplo, ninguno de ellos habló del hecho de que varias semanas antes de las elecciones un riguroso estudio dirigido por dos encuestadores estadounidenses había revelado unos resultados electorales muy cercanos al resultado real de las elecciones, incluidas las provincias étnicas en las que la oposición afirmó que había habido fraude.

2. Ninguno de los críticos habló de los 400 millones de dólares concedidos por la administración Bush para financiar el cambio de régimen, la desestabilización interna y las operaciones terroristas transfronterizas. Muchos de los estudiantes y de las ONG de la ‘sociedad civil’ en las manifestaciones recibieron fondos de fundaciones y ONG extranjeras, financiadas a su vez por el gobierno estadounidense.

3. Las acusaciones de fraude electoral se elaboraron después de que se anunciaran los resultados de las elecciones. Durante todo el periodo previo a las elecciones, especialmente cuando las oposición creían que iba a ganarlas, ni los estudiantes que luego se manifestaron ni los medios de comunicación de masas occidentales ni los periodistas freelance hablaron de un fraude inminente. Durante todo el día de las elecciones, con observadores de la oposición en cada colegio electoral, ni los medios de comunicación ni los observadores internacionales y los izquierdistas que apoyaban a la oposición señalaron que se hubiera intimidado a los votantes o hubiera habido fraude. Los observadores de los partidos de la oposición estuvieron presentes para controlar todo el proceso de recuento de votos y, sin embargo, sólo con raras excepciones, no hubo entonces afirmaciones de pucherazo. De hecho, excepto una dudosa afirmación del periodista free-lance Reese Erlich, ninguno de los medios de comunicación del mundo afirmó que hubiera habido más votos de los censados. E incluso se admitió que las afirmaciones de Erlich se basaban en ‘relatos anecdóticos’ de fuentes anónimas entre sus contactos en la oposición.

4. Durante la primera semana de protestas en Teherán los dirigentes estadounidenses, los de la Unión Europea y los israelíes no cuestionaron la validez del resultado de las elecciones. En cambio condenaron la represión de los manifestantes por parte del régimen. Evidentemente, sus bien informados operativos de inteligencia y embajadas proporcionaron una valoración más acertada y sistemática de las preferencias de los votantes iraníes que la propaganda urdida por los medios de comunicación de masas occidentales y los tontos útiles entre la izquierda anglo-estadounidense.

La oposición electoral y en las calles respaldada por Estados Unidos en Irán fue diseñada para llevar al límite una campaña de desestabilización, con la intención de hacer retroceder la influencia iraní en Oriente Próximo, minar la oposición de Teherán a la intervención militar estadounidense en el Golfo, a su ocupación de Iraq y, sobre todo, el desafío por parte de Irán a la proyección de poder militar de Israel en la región. Durante años la política y la propaganda anti-iraní ha estado fuertemente influenciada a diario por toda la configuración de poder en favor de Israel existente en Estados Unidos. Esto incluye a 51 presidentes de las principales organizaciones judías de Estados Unidos con más de un millón de miembros y varios miles de funcionarios a tiempo completo, multitud de escritores y comentaristas que dominan las páginas de opinión tanto de los influyentes Washington Post, Wall Street Journal, New York Times como de la prensa amarilla.

La política de Obama de hacer retroceder la influencia iraní se basó en un proceso en dos etapas: apoyar a una coalición de disidentes del clero, liberales pro-occidentales, disidentes demócratas y derechistas vicarios de Estados Unidos. Una vez que llegaran el poder, Washington empujaría a los clérigos disidentes a alianzas con sus aliados estratégicos entre los liberales y derechistas pro-occidentales, que entonces cambiarían la política de acuerdo con los intereses imperialistas estadounidenses y coloniales israelíes cortando el apoyo a Siria, Hizbola, Hamás, Venezuela, la resistencia iraquí y abrazando a los clientes saudí-iraquí-jordanos pro-estadounidenses. En otras palabras, la política de retroceso de Obama está diseñada para volver a situar a Irán en su alineamiento político anterior a 1979.

La [estrategia] por parte de Obama de hacer retroceder a regímenes electos críticos para imponer clientes acomodaticios encuentra otra expresión en el reciente golpe militar en Honduras. El uso del alto mando del ejército de Honduras y de los viejos vínculos de Washington con la oligarquía local, que controla el Congreso y el Tribunal Supremo, facilitó el proceso y obvió la necesidad de una intervención directa estadounidense —como fue el caso en otras recientes campañas golpistas. A diferencia de Haití donde hace sólo una década intervinieron los marines estadounidenses para derrocar al democráticamente elegido Bertrand Aristide y respaldaron abiertamente el fallido golpe contra el presidente Chávez en 2002 y, más recientemente, financiaron el chapucero golpe contra el presidente electo Evo Morales en septiembre de 2008, las circunstancias de la implicación estadounidense en Honduras fueron más discretas para posibilitar un ‘desmentido creíble’.

La ‘presencia estructural’ y los motivos de Estados Unidos en relación al derrocado presidente Zelaya son fácilmente identificables. Históricamente Estados Unidos ha adiestrado y ha tratado con prácticamente todo el cuerpo de oficiales de Honduras y ha mantenido una profunda penetración en todos los altos niveles gracias a consultas diarias y a una planificación estratégica común. A través de su base militar en Honduras los agentes de la inteligencia militar del Pentágono mantienen estrechos contactos tanto para llevar a cabo las políticas como para seguir la pista de todos los movimientos políticos por parte de todos los actores políticos. Como Honduras está tan fuertemente militarizada ha servido de importante base para la intervención militar estadounidense en la región: en 1954 se lanzó desde Honduras el golpe con éxito respaldado por Estados Unidos contra el presidente guatemalteco elegido democráticamente. En 1960 se lanzó desde Honduras la invasión del exilio cubano orquestada por Estados Unidos. Desde 1981 a 1989 Estados Unidos financió y adiestró a más de 20.000 mercenarios de la ‘contra’ en Honduras que integraban el ejército de escuadrones de la muerte para atacar al gobierno sandinista nicaragüense elegido democráticamente. Durante los primeros siete años del gobierno de Chávez los regímenes hondureños se aliaron incondicionalmente a Washington en contra del regimen popular de Caracas.

Obviamente, nunca ha habido o podría haber un golpe militar contra ningún régimen títere de Estados Unidos en Honduras. La clave del cambio de la política estadounidense en relación a Honduras se produjo en 2007-2008 cuando el presidente liberal Zelaya decidió mejorara las relaciones con Venezuela para asegurar el generoso subsidio de petróleo y la ayuda exterior de Caracas. Posteriormente Zelaya entró en ‘Petro-Caribe’, una asociación del Caribe y Centroamérica organizada por Venezuela para suministrar petróleo y gas a largo plazo y bajo coste para satisfacer las necesidades de los países miembro. Más recientemente, Zelaya se unió al ALBA, una organización de integración regional patrocinada por el presidente Chávez para promocionar más intercambios comerciales e inversiones entre sus países miembro en oposición al pacto de libre mercado promovido por Estados Unidos conocido como el ALCA.

Dado que Washington considera a Venezuela una amenaza y una alternativa a su hegemonía en América Latina, el alineamiento de Zelaya con Chávez en cuestiones económicas y su postura crítica respecto a la intervención estadounidense lo convirtieron en un objetivo probable de los planificadores de golpes estadounidenses deseosos de convertir a Zelaya en un ejemplo y preocupados por su acceso a las bases militares hondureñas, tradicional punto de lanzamiento de su intervención en la región.

Washington asumió equivocadamente que un golpe en una pequeña ‘república bananera’ (de hecho, la república bananera original) en Centroamérica no provocaría ninguna protesta importante. Creyeron que el ‘retroceso’ centroamericano serviría de advertencia a otros regímenes con mentalidad independiente en la región del Caribe y Centroamérica de lo que les espera si se alienan con Venezuela.

La mecánica del golpe es bien conocida y pública: el ejército hondureño secuestró al presidente Zelaya y lo “exilió” a Costa Rica, los oligarcas nombraron “presidente” a uno de los suyos en el Congreso, mientras sus colegas del Tribunal Superior de Justicia proporcionaban un falaz argumento legal.

Los gobiernos de América Latina, desde la izquierda a la derecha, condenaron el golpe y reclamaron el restablecimiento del presidente legalmente elegido. El presidente Obama y la secretaria de Estado Clinton, que no estaban dispuestos a renegar de sus clientes, condenaron la violencia sin más especificaciones y pidieron negociaciones entre los poderosos usurpadores y el debilitado presidente en el exilio —un claro reconocimiento del papel legítimo de los generales hondureños como interlocutores.

Una vez que la Asamblea General de Naciones Unidas condenó el golpe y que la Organización de Estados Americanos (OEA) exigió la restitución de Zelaya, Obama y la secretaria Clinton condenaron finalmente el derrocamiento de Zelaya, aunque se negaron a llamarlo “golpe”, lo que de acuerdo con la legislación de EEUU habría dado lugar automáticamente a una suspensión total de su paquete anual de ayuda militar y económica (80 millones de dólares) a Honduras. Mientras que Zelaya se reunió con todos los jefes de Estado latinoamericanos, el presidente Obama y la secretaria Clinton le remitieron a un funcionario de rango menor a fin de no debilitar a sus aliados de la Junta de Honduras. Todos los países de la OEA retiraron a sus embajadores, salvo Estados Unidos, cuya embajada comenzó a negociar con la Junta para ver cómo se podría salvar la situación en la que ambos se encontraban cada vez más aislados —especialmente ante el hecho de la expulsión de Honduras de la OEA.

Que Zelaya regrese finalmente a su puesto o que la Junta respaldada por Estados Unidos continúe en el cargo durante un periodo prolongado de tiempo mientras Obama y Clinton sabotean su regreso inmediato a través de prolongadas negociaciones, la cuestión clave de la estrategia de retroceso promovida por Estados Unidos ha sido extremadamente costosa desde el punto de vista diplomático y político.

El golpe en Honduras respaldado por Estados Unidos demuestra que, a diferencia de la década de 1980, cuando el presidente Ronald Reagan invadió Granada y el presidente George Bush (padre) invadió Panamá, la situación y el perfil político de América Latina (y del resto del mundo) han cambiado drásticamente. Entonces los militares y los regímenes pro-estadounidenses de la región aprobaron en general las intervenciones de Estados Unidos y colaboraron; algunos protestaron ligeramente. Hoy en día, el centro-izquierda, e incluso los regímenes electorales de la derecha, se oponen a los golpes militares en cualquier parte [porque los ven] como una amenaza potencial para su propio futuro.

Es igualmente importante que, habida cuenta de la grave crisis económica y del aumento de la polarización social, lo último que quieren los correspondientes regímenes es un sangrante malestar interno estimulado por crudas intervenciones imperiales de Estados Unidos. Por último, las clases capitalistas de los países latinoamericanos de centro-izquierda quieren estabilidad porque pueden cambiar el equilibrio de poder a través de las elecciones (como en los recientes casos de Panamá y Argentina) y los regímenes militares favorables a Estados Unidos pueden alterar sus crecientes lazos comerciales con China, Oriente Próximo y Venezuela/Bolivia.

La estrategia de retroceso global de Obama incluye la construcción de bases de misiles en Polonia y la República Checa, no muy lejos de la frontera con Rusia. Obama está empujando fuerte para incorporar a Ucrania y a Georgia en la OTAN, lo que aumentará la presión militar de Estados Unidos en el flanco sur de Rusia. Aprovechando la “plasticidad” del presidente ruso Dimitry Medvedev (siguiendo las huellas de Mikail Gorbechov), Washington se ha asegurado el libre paso de tropas y armamento estadounidenses a través de Rusia hasta el frente afgano; la aprobación de Moscú de nuevas sanciones contra Irán, y reconocimiento y apoyo al régimen tutelado de EEUU en Bagdad. Los responsables de Defensa rusos cuestionarán probablemente el obsequioso comportamiento de Medvedev en cuanto Obama avance en su proyecto de estacionar misiles nucleares a cinco minutos de Moscú.

Hacer retroceder: fallos predecibles y efecto boomerang

La estrategia de retroceso de Obama cuenta con un renacimiento de políticas derechistas de masas para legitimar la reafirmación del dominio estadounidense. A lo largo de 2008 en Argentina cientos de miles de manifestantes de clase media y baja salieron a las calles en el interior del país bajo la dirección de las asociaciones de grandes terratenientes pro-estadounidenses para desestabilizar el régimen de centro-izquierda de Fernández. En Bolivia, cientos de miles de estudiantes de clase media, empresarios, propietarios y afiliados a ONG, tomaron Santa Cruz y otras cuatro provincias ricas y, bien financiados por el embajador Goldberg, por la Agencia para el Desarrollo Internacional y la Donación Nacional para la Democracia se lanzaron a las calles, generando el caos y asesinando a 30 indígenas seguidores del presidente Morales en un intento de expulsarle del poder. Similares manifestaciones masivas de derechas han tenido lugar en el pasado en Venezuela y más recientemente en Honduras y en Irán.

La idea de que las manifestaciones masivas de sectores acomodados gritando “democracia” da legitimidad a los intentos deslegitimadores de EEUU contra sus adversarios democráticamente elegidos es una idea promulgada por cínicos propagandistas en los medios de comunicación y repetida como loros por crédulos y “progresistas” periodistas free-lance que nunca han entendido los fundamentos de clase en la política de masas.

El golpe hondureño de Obama y el esfuerzo de desestabilización financiado por Estados Unidos en Irán tienen mucho en común. Ambos tienen lugar en contra de los procesos electorales en los que los críticos de las políticas de Estados Unidos derrotaron a las fuerzas sociales favorables a Washington. Habiendo perdido la “opción electoral”, la estrategia de retroceso de Obama trata de que la política extraparlamentaria de masas legitime los intentos de la elite para hacerse con el poder: en Irán a través de clérigos disidentes, y en Honduras por los generales y oligarcas.

Tanto en Honduras como en Irán, los objetivos de la política exterior de Washington eran los mismos: hacer retroceder a los regímenes cuyos dirigentes rechazaron la tutela de Estados Unidos. En Honduras, el golpe sirve de “lección” para intimidar a otros países centroamericanos y del Caribe que se han salido de la órbita de Estados Unidos y se han unido a los programas de integración económica encabezados por Venezuela. El mensaje de Obama es claro: esos movimientos tendrán como resultado el sabotaje orquestado de Estados Unidos y sus represalias.

A través de su apoyo al golpe militar, Washington recuerda a todos los países de América Latina que Estados Unidos todavía tiene capacidad para aplicar sus políticas a través de las elites militares latinoamericanas, a pesar de que sus propias fuerzas armadas están atadas de pies y manos en guerras y ocupaciones en Asia y Oriente Próximo, y de que su presencia económica esté disminuyendo. Del mismo modo, en Oriente Próximo, la desestabilización del régimen iraní por parte de Obama está destinada a intimidar a Siria y a otros críticos de la política imperial de Estados Unidos, y a tranquilizar a Israel (y a quienes configuran el poder sionista en Estados Unidos) respecto a que Irán sigue ocupando un lugar importante en su agenda de retrocesos.

La política de Obama de hacer retroceder sigue los pasos, en muchos sentidos cruciales, del presidente Ronald Reagan (1981-1989). Al igual que Reagan, la presidencia de Obama tiene lugar en un momento de retirada estadounidense, de disminución de poder y de avance de la política anti-imperialista. Reagan hizo frente a las secuelas de la derrota de Estados Unidos en Indochina, al éxito de la difusión de las revoluciones anti-coloniales en el sur de África (especialmente Angola y Mozambique), al éxito de la rebelión democrática en Afganistán, a una victoriosa revolución social en Nicaragua y a grandes movimientos revolucionarios en El Salvador y Guatemala. Al igual que hoy Obama, Reagan puso en marcha una estrategia militar asesina para hacer retroceder estos cambios a fin de socavar, desestabilizar y destruir a los adversarios del imperio de Estados Unidos.

Obama se enfrenta a un conjunto similar de condiciones adversas en la actual era post-Bush: avances democráticos en toda América Latina con nuevos proyectos de integración regional que excluyen a Estados Unidos; derrotas y estancamientos en Oriente Próximo y en Asia meridional; una proyección de poder ruso reactivado y fortalecido en las repúblicas ex–soviéticas; la disminución de la influencia de Estados Unidos en los compromisos militares de la OTAN; una pérdida de credibilidad política, económica, militar y diplomática como resultado de la depresión económica mundial inducida por Wall Street y la prolongación sin éxito de guerras regionales.

Al contrario que la de Obama, la estrategia de retroceso de Ronald Reagan tuvo lugar bajo circunstancias favorables. En Afganistán, Reagan consiguió el apoyo de todo el mundo musulmán conservador y operó a través de los feudales dirigentes tribales afganos, que resultaron ser clave, contra un régimen reformista, de base urbana y respaldado por los soviéticos en Kabul. Obama está en la posición inversa en Afganistán. La vasta mayoría de los afganos y la inmensa mayoría de la población musulmana en Asia se oponen a su ocupación militar.

La estrategia de retroceso de Reagan en Centroamérica, especialmente su invasión mercenaria de la Contra en Nicaragua, contó con el apoyo de Honduras y de todas las dictaduras militares pro-estadounidenses en Argentina, Chile, Bolivia y Brasil, así como de los gobiernos civiles de derechas de la región. En contraste, el golpe de reversión de Obama en Honduras y en el exterior se enfrenta con regímenes electorales democráticos en toda la región, una alianza de regímenes nacionalistas de izquierda encabezada por Venezuela y organizaciones regionales económicas y diplomáticas firmemente opuestas a cualquier retroceso a la dominación y a la intervención de Estados Unidos. La estrategia de retroceso de Obama se halla ante un absoluto aislamiento político en toda la región.

La política de hacer retroceder de Obama no puede ejercer la “mano dura” económica para obligar a los regímenes en Oriente Próximo y Asia a que apoyen sus políticas. Ahora existen mercados asiáticos alternativos, inversiones extranjeras de China, la profundización de la depresión estadounidense y la desinversión en el exterior de bancos y multinacionales de Estados Unidos. A diferencia de Reagan, Obama no puede combinar la zanahoria económica con el palo militar. Obama tiene que recurrir a la opción militar menos eficaz y menos costosa en un momento en que el resto del mundo no tiene ningún interés ni voluntad de proyectar poder militar en regiones de escasa importancia económica o a cuyos mercados se puede acceder a través de acuerdos económicos.

El lanzamiento de la estrategia global de retroceso de Obama ha tenido un efecto boomerang incluso en su fase inicial. En Afganistán, la gran acumulación de tropas y la ofensiva masiva contra las plazas fuertes de los “talibán” no ha dado lugar a grandes victorias militares, ni siquiera a enfrentamientos. La resistencia se ha retirado, mezclada con la población local, y probablemente recurra a una guerra de desgaste prolongada, descentralizada y a pequeña escala, diseñada para comprometer a varios miles de efectivos militares en un mar hostil de afganos, sangrando la economía de Estados Unidos, aumentando sus bajas sin resolver nada y, eventualmente, probando la paciencia de la opinión pública estadounidense profundamente inmersa en la actualidad en las pérdidas de puestos de trabajo y en la rápida disminución del nivel de vida.

El golpe llevado a cabo por los militares hondureños y respaldado por Estados Unidos ya ha reafirmado el aislamiento político y diplomático estadounidense en el Hemisferio. El régimen de Obama es el único de los países importantes que ha mantenido a su embajador en Honduras, el único país que se niega a considerar el golpe militar como un “golpe”, y el único que mantiene la ayuda económica y militar. Más que establecer un ejemplo del poder de Estados Unidos para intimidar a los países vecinos, el golpe ha reforzado la convicción entre todos los países de Sudamérica y Centroamérica de que Washington está tratando de volver a los “viejos malos tiempos” de regímenes militares pro-estadounidenses, al saqueo económico y a los mercados monopolizados.

Lo que los asesores de política exterior de Obama no han logrado entender es que no pueden poner a sus “Humpty Dumpty”** juntos de nuevo; que no pueden volver a la época de [la estrategia de] retroceso de Reagan, de los bombardeos unilaterales contra Iraq, Yugoslavia y Somalia, de Clinton, ni a su saqueo de América Latina.

Ninguna región, país o alianza de importancia seguirá a Estados Unidos en su ocupación colonial armada en países de la periferia (Afganistán/Pakistán) o incluso centrales (Irán) aunque se unan a Estados Unidos en las sanciones económicas, las guerras y los esfuerzos de desestabilización electoral en contra de Irán.

Ningún país latinoamericano tolerará otro golpe militar de Estados Unidos contra un presidente democráticamente elegido, incluso los regímenes nacionales populistas que divergen de la política económica y diplomática estadounidense. El gran temor y el horror ante el golpe respaldado por Estados Unidos se deriva del recuerdo por parte de toda la clase política latinoamericana de la pesadilla de los años de dictaduras militares apoyadas por Estados Unidos.

La ofensiva militar de Obama, su estrategia de hacer retroceder para recuperar el poder imperial, está acelerando el declive de la República Estadounidense. El aislamiento de su administración se pone cada vez más de manifiesto por su dependencia de los “Israel primero” que ocupan su administración y el Congreso, así como los influyentes expertos pro-israelíes en los medios de comunicación que identifican el retroceso con la propia confiscación de tierras palestinas por parte de Israel y las amenazas militares a Irán.

El retroceso tiene efecto boomerang. En vez de recuperar la presencia imperial, Obama ha sumergido la República y, con ella, al pueblo estadounidense en una mayor miseria e inestabilidad.

Los libros más recientes de lames Petras son Whats Left in Latin America, del que es co-autor junto con Henry Veltmeyer (Ashgate press 2009) y Global Depression and Regional Wars (Clarity press 2009 –agosto).

--------------------------

(*) N de las t.: El título en ingles reza: “Obama's Rollback Strategy: Honduras, Iran, Pakistan, Afghanistan (and the Boomerang Effect)” en el que ‘rollback’ se utiliza con el significado que adquirió durante el periodo de la Guerra Fría y, según el autor, “en el sentido de hacer retroceder, revertir o volver a una situación previa para recuperar espacios políticos perdidos a partir de la derrota de los que previamente ganaron”.

(**) N. de las t.: Humpty Dumpty es una famosa canción infantil en el mundo anglosajón. La cita hace referencia a lo que el autor dice a continuación, que Obama no puede reconstruir el pasado.

jueves, 9 de julio de 2009

Honduras en clave de capital

Honduras en clave de capital



El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, otorgó legitimidad a un gobierno latinoamericano derrocado por un golpe de Estado, y contrario a sus intereses. El presidente de Honduras, Manuel Zelaya, líder máximo de este gobierno, fue recibido por el Departamento de Estado en Washington. Y una organización desacreditada por su rancia tradición golpista, la Organización de Estados Americanos (OEA), condenó el cuartelazo, pronunciándose a favor de Zelaya.

Algo no cierra. ¿A cuento de qué tanto frenesí democrático? Leer para creer: en Moscú, frente a un grupo de universitarios, Obama afirmó que su gobierno no señala a otros países quiénes deben ser sus gobernantes, y que no apoya a Zelaya por estar de acuerdo con él. “Lo hacemos –dijo– porque respetamos el principio universal de que los pueblos deben elegir sus propios líderes, coincidamos con ellos o no.” ¡Ay!…

Con argumentos muy bien documentados, varios comentaristas centraron sus análisis en el ethos por antonomasia: Estados Unidos urdió el golpe del 28 de junio en Tegucigalpa. La lectura simultánea de las luchas políticas internas de Washington, y las de Honduras, permiten concluir que, en efecto, los gringos sabían.

El economista hondureño Miguel Cáceres Rivera da cuenta de una reunión en la embajada de Estados Unidos en Tegucigalpa, celebrada la noche del 21 de junio, y auspiciada por el anfitrión Hugo Llorens (La Prensa, Tegucigalpa, 22/6/09).

¿Quién es el embajador Llorens? Nombrado por el gobierno de George W. Bush (abril de 2008), fue consejero para asuntos económicos en Honduras y Bolivia, agregado comercial en Paraguay, coordinador de asuntos para el narcotráfico en El Salvador y funcionario consular en Filipinas.

Cáceres apunta: De 2002 a 2003, años del golpe de estado y golpe petrolero en Venezuela, el embajador Llorens ostentó el cargo de Asuntos Andinos del Consejo Nacional de Seguridad, siendo el principal asistente del presidente Bush y del director del Consejo sobre asuntos relacionados con Colombia, Venezuela, Bolivia, Perú y Ecuador.

En la reunión de marras participaron el presidente Zelaya, el actual monigote golpista Roberto Micheletti, el liberal Elvin Santos, el ex candidato presidencial Porfirio Lobo Sosa (conservador) y el general Romeo Vásquez Velásquez, jefe del Estado Mayor Conjunto.

Punto único de la agenda: que Zelaya desistiera de la encuesta destinada a indagar entre los hondureños la modificación de algunas leyes constitucionales calificadas de pétreas. Zelaya se negó. Como es sabido, el general Vásquez secuestró las urnas, y el jueves 25 el presidente convocó al pueblo y recuperó el material electoral de una base militar.

Abortado el golpe técnico, el diario El Tiempo de Honduras publicó la noticia con un titular maravilloso: “Militares y hasta Hillary Clinton habrían evitado el golpe a Mel” (apodo popular de Zelaya). Es decir, que el golpe se iba a efectuar el jueves 25, no el domingo 28. Un golpe que, al parecer, habría sido causa de agrias disputas en Washington.

¿Qué sectores intervinieron en el golpe? Desde su conversión en enclave de la United Fruit Company (UFC, 1899-1970), Honduras y las naciones de América Central merecieron el despectivo mote de repúblicas bananeras, expresión acuñada por O. Henry (seudónimo del popular escritor William Sydney Porter, 1862-1910) en el libro de relatos Cabbages and Kings, ambientados en el puerto hondureño de Trujillo.

La primera importación de banano hondureño a Estados Unidos (1902) se dio en un marco jurídico semicolonial, administrado por una suerte de burguesía consular, ligada al sector terrateniente. El sociólogo brasileño Helio Jaguaribe diferenciaba esta burguesía de la nacional (empresarial, industrial, urbana).

En la segunda mitad del siglo pasado, la economía hondureña dejó de ser meramente bananera, y la minería cobró cierto auge. La UFC fue comprada en 1969 por Zapata Corporation (empresa petrolera de los Bush) y en 1984 cambió su desprestigiado nombre por United Brands, conocida hoy como Chiquita Brands.

Sin una burguesía propiamente dicha, Honduras apenas consigue sostenerse con el sector de maquila y el agroindustrial, las remesas de los inmigrantes, la cooperación externa, la ayuda financiera, y el arrendamiento del territorio para bases militares del Pentágono. Mas poco y nada se habla del lavado de dinero, así como de los empresarios, políticos y militares coludidos con el narcotráfico.

¿Qué otro sector de una nación paupérrima podría tener un poder económico y político capaz de desafiar a Wahington, las Naciones Unidas, el Vaticano, la Unión Europea, y el conjunto de los países de la OEA? ¿Un régimen narcomilitar como el de Myanmar en América Central?

Es una hipótesis. Aunque sin ella, el súbito desgarre de vestiduras made in USA por la democracia hondureña, a más de la tenaz obcecación de los golpistas ofendidos por la incomprensión internacional, se tornan inexplicables.

http://www.jornada.unam.mx/2009/07/08/index.php?section=opinion&article=017a2pol


martes, 7 de julio de 2009

Honduras se hunde


José Blanco
En una nuez: el pueblo hondureño ha sido víctima, históricamente, del poder absoluto de la oligarquía terrateniente apoyada por las fuerzas armadas, manejadas por visibles hilos imperialistas desde Washington.

La última desgracia hondureña es la última estación de paso de un tren que históricamente ha producido sólo pobreza y terror a la población. Sin remedio, es el turno de Obama, principalmente. Estados Unidos creó y ha entrenado, desde siempre, a un ejército gorila que ha vivido de la corrupción derivada de la ayuda militar requerida; las fuerzas armadas han sido el poder detrás de un Estado gelatinoso constituido por gelatinosas instituciones democráticas, al servicio del poder real de la oligarquía terrateniente, cuyo ejemplo conspicuo es el llamado grupo Facussé, sobresaliente alianza de terratenientes latifundistas que, en los primeros años de la década de los 80 del siglo XX, propuso convertir a Honduras en Estado Libre Asociado a Estados Unidos.

Obama debe decidir cortar de tajo las relaciones corruptas con las fuerzas armadas hondureñas y ayudar, junto con la comunidad internacional, al surgimiento efectivo de instituciones democráticas. Una reforma agraria verdadera debe contribuir a disolver el poder incontestable de los terratenientes. Son los pasos mínimos necesarios iniciales para poner a Honduras en una ruta de modernización y de justicia social, en la que finalmente el pueblo hondureño comience a ser protagonista de su propia vida. Estos cambios elementales, lo sé, suenan a sueño guajiro, pero sin ellos no hay nada que hacer. El poder militar hondureño no vale nada sin Washington; la oligarquía terrateniente no es nada sin los militares.

El golpe militar de Estado del 28 de junio pasado estuvo precedido por un intento de golpe de Estado civil del propio presidente Manuel Zelaya, quien había llegado al poder con 28 por ciento de los electores. Zelaya se tropezó torpemente con la ilegalidad al intentar una consulta no vinculante y no constitucional que, como se sabe, tenía como propósito buscar el acuerdo de los hondureños para que en los comicios de noviembre se colocara una cuarta urna para votar un referendo y cambiar la Constitución por medio de una Asamblea Constituyente. La Corte Suprema de Justicia, el Órgano Superior Electoral y el Defensor de Derechos Humanos calificaron la consulta de ilegal y el glorioso ejército depuso anticonstitucionalmente al presidente. Acto seguido la propia Corte Suprema y el Congreso Nacional intentaron disfrazar grotescamente el golpe militar con un manto de legalidad.

La comunidad internacional repudió el golpe, haciendo indebidamente a un lado los intentos ilegales del propio Zelaya, y ha exigido su restitución. Zelaya, viendo perdido su propósito releccionista, ha desandado el camino, discursivamente, y ha dicho que no buscará la relección.

En la búsqueda de la relección, mejor aún si indefinida, Zelaya dio varios pasos previos progresistas convenencieros. Creyó ver en su adhesión a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (Alba-TCP, según su más reciente denominación), un camino para imitar el método de Hugo Chávez, para continuar en la silla presidencial. Pero dio otros pasos antes.

No se olvide que al menos entre 1963 y 1980 los militares irrumpieron numerosas veces en el Palacio de Gobierno de Tegucigalpa, para echar fuera cualquier gobierno que intentara el mínimo cambio que pudiera soliviantar al pueblo y lo llevara a exigir nuevas demandas de justicia social. Todo ello bajo la mirada aprobatoria de Washington. Pero con la revolución sandinista, la estrategia estadunidense cambió. Después del derrocamiento de Somoza y en un contexto de guerra de guerrillas en El Salvador, el gobierno de James Carter ordenó a la Junta Militar que gobernaba Honduras acelerar los pasos hacia un gobierno civil. Todo controlado, una asamblea constituyente llevó a cabo unas elecciones generales celebradas en noviembre de 1981, tras lo cual se aprobó la Constitución de 1982 y fue elegido Roberto Suazo como presidente. Honduras quedó así convertida en la base de operaciones de Estados Unidos contra la revolución sandinista, a cambio de una ayuda para el desarrollo, que iba a parar a los bolsillos de los políticos corruptos.

No tengo espacio para referirme aquí a la desdicha de los sucesivos gobiernos hondureños, en un proceso de empobrecimiento producto de la estela de desastres que iba consumando el barco neoliberal que tanto daño hizo antes de comenzar a naufragar.

Zelaya confiaba en que la abolición de las leyes contra la delincuencia que derivaban de la Constitución de 1982, y que sirvieron para perseguir a los dirigentes de las luchas sociales y a todo lo que oliera a izquierda, más su adhesión al Alba-TCP, le abrirían el camino hacia la relección. Pero logró lo impensable: conjuntar a la OEA, a la ONU, a gobiernos de todos los continentes y la propia Alba-TCP, comandada por Hugo Chávez, que condenaron a coro el golpe de Estado y que, todo indica, estrangularán los aviesos propósitos de los gorilas y sus defendidos, los terratenientes.

Roberto Micheletti, el presidente golpista está perdido. También lo está Zelaya en sus propósitos releccionistas. En tanto, Honduras, el pueblo hondureño, se hunde enfrentado a una situación social devastadora, análoga a la que vivió en octubre de 1998, cuando el huracán Mitch arrasó el país, llevó a la muerte a más de 5 mil personas y produjo 1.5 millones de desplazados.


http://www.jornada.unam.mx/2009/07/07/index.php?section=opinion&article=017a1pol

“Los medios saturan para intoxicar la realidad”

“Los medios saturan para intoxicar la realidad”

El Argentino


"Nos mean y los medios dicen que llueve”, graffiteó alguien durante la crisis del 2001 en algún paredón argentino y la frase quedó inmortalizada en el imaginario colectivo. El periodista español Pascual Serrano conoce esa y muchas otras frases de otros paredones del mundo pero prefirió el papel como soporte, antes que tomar un aerosol, en su intento de demostrar que el latifundio de la información no es una excepcionalidad argentina sino, más bien, un rasgo universal de época. Desde la invasión a Irak a la criminalización del mundo musulmán, pasando por el gobierno de Hugo Chávez, Serrano analiza distintos casos testigos de la aldea global en su libro "Desinformación. Cómo los medios ocultan el mundo" (Península, junio 2009) y dispara como conclusión: “El ciudadano que cree estar informado porque todos los días lee el periódico o ve el telediario no está conociendo la realidad del mundo”.

–¿Cuál es la tesis central de su último libro?

–Que el mercado pesa como una losa y condiciona todo lo que toca. Y que, por lo tanto, son los poderes económicos los que se adueñaron de los contenidos de los medios de comunicación.

–¿Cómo operan los medios concentrados para desinformar?

–La saturación de la noticia es uno de los grandes obstáculos para la información, hay mucho “ruido” que impide al ciudadano diferenciar lo útil y válido, de los secundario e irrelevante. Hoy tenemos más medios de comunicación pero menos herramientas para la comprensión. También intoxica la información inapropiada y la obsesión por el entretenimiento que lleva a niveles insoportables de frivolización. Además, el problema es que esa frivolización llega a toda la programación y se refleja hasta en el contenido de un noticiero.

–¿Los mass-media funcionan como los partidos políticos?

–Funcionan peor todavía. Al menos los partidos políticos se someten a una legislación más rigurosa que garantiza una mayor transparencia económica y un funcionamiento interno relativamente democrático y participativo. Los medios poseen los objetivos de los partidos pero sin control ni democracia.

–¿Existe diferencias en el comportamiento de los medios europeos y latinoamericanos?

–La única diferencia que se observa es en función del nivel de combatividad contra los gobiernos. Si los países son sumisos a los intereses de esos medios, su agresividad disminuye. Si los gobiernos plantean cambios que afectan a los intereses económicos de los medios, la guerra es feroz y la ausencia de deontología, absoluta. El primer caso se produce en Europa y el segundo en algunos países de América Latina.

–¿Qué piensa sobre el caso venezolano y el supuesto control de la prensa que ejerce Hugo Chávez?

–Te pongo sólo un ejemplo. Con motivo de la campaña electoral para el referéndum constitucional, la asociación venezolana Observatorio Global de Medios elaboró un estudio sobre cómo informaron los medios de comunicación en la campaña. Concluyeron que “tras evaluar los contenidos de opinión e información electoral en catorce medios de comunicación social, impresos y televisivos, de cobertura nacional y regional, se observó que el 76 por ciento de los mismos se inclinan hacia la opción del No frente al 22 por ciento que lo hacen por el Sí”. Recordemos que Chávez y sus seguidores propugnaban el Sí, la opción que finalmente fue más apoyada en las urnas. Lo único que ha sucedido en Venezuela es que se ha iniciado un proyecto de democratización de los medios que estaban bajo el control de un grupo privilegiado de empresarios, eso es lo que ha indignado a la oligarquía mundial y no perdonan a Chávez.

–¿Cómo observa la tensión entre las empresas periodísticas y los trabajadores de prensa? ¿Existe lugar para la rebelión intra-muros?

–El trabajador de la prensa se ha convertido en un eslabón más de la cadena informativa. En cierta medida es cómplice y, en cierta medida, no puede enfrentar el sistema de comunicación desde dentro. Es como el administrativo de un estado dictatorial. Es verdad que participa en el mantenimiento del sistema pero desde su puesto de trabajo no puede enfrentarse a él.

–¿Desea actualizar su denuncia sobre la crisis financiera del Grupo Prisa (Radio Continental y el diario español El País son algunas de sus propiedades)?

–Bueno, se ha sabido que sus beneficios han tenido una caída del 88 por ciento en el primer trimestre del año. Es verdad que los bancos le han permitido refinanciar su deuda. ¿Qué otra cosa puede hacer un banco con una empresa que debe cinco mil millones de euros? Ahora ya es más evidente quienes mandan en Prisa: los bancos a los que debe ese dinero como el HSBC y el Banesto.

–¿La crisis de la prensa gráfica se debe a que no puede competir con la instantaneidad de los portales electrónicos?

–La crisis es múltiple. Existe la de la instantaneidad pero también la de confianza, la de credibilidad, la de falta de participación de los ciudadanos, la de mediación entre los líderes, grupos sociales y ciudadanos.

–¿Qué sucede, en concreto, es España? ¿La gente sigue leyendo diarios?

–Creo que es similar a otros países. Por un lado, la gente se ha dado cuenta de que hay intereses detrás de los medios que les hacen dejar a un lado la pluralidad y la veracidad. A ello hay que añadir el fenómeno de la prensa gratuita, que también está en crisis. Creo que la gente más crítica prefiere bucear en Internet para escuchar voces menos interesadas y la menos crítica no lee diarios.

–¿Los medios alternativos no abusan, a veces, del microclima?

–Totalmente de acuerdo, el medio alternativo abusa de la militancia política, termina en panfleto demasiadas veces. Es necesario que quienes gestionan un medio alternativo entiendan que no están elaborando un soporte para hacer apología de su pensamiento político. Es normal tener una línea editorial, por supuesto, pero debe haber una pluralidad más amplia que vaya más allá de tus ideas. Luego están las formas, un mismo nivel de ideologización está mucho más disimulado en la prensa convencional que en los medios alternativos, lo cual dota de más eficacia al primero que al segundo.

–¿Contra quién se desea rebelar Rebelión? ¿Cuál es el público al qué desean llegar?

–Llamarle Rebelión era como apelar a “otro mundo es posible”. El nombre intenta sugerir un espíritu crítico por principio. Evidentemente, el espíritu crítico, debe rebelarse contra quien más poder tiene y de forma más absoluta lo utiliza. En cuanto al público, nuestros contenidos sin duda son demasiado densos y reflexivos. Eso nos hace perder gran cantidad de población a la que poder acercarnos, pero observamos que podemos ser de mucha utilidad para otros medios más “ligeros” que pueden incorporar alguno de nuestros trabajos.

–¿No hay lugar en los medios tradicionales para la información contestataria?

–Si por medios tradicionales se entiende propiedad de grupos empresariales que necesitan ser rentables y convivir con la publicidad, mi opinión es que difícilmente se logre. Del mismo modo que no puede haber hospitales privados que atiendan a los indigentes, ni escuelas privadas que se dediquen a alfabetizar a niños de suburbios sin recursos.

–Sin embargo, ¿no puede ser un negocio rentable la denuncia permanente sobre los abusos del poder? Habría millones de potenciales consumidores interesados en leer esas noticias.

–Bueno, yo no estoy haciendo propuestas para negocios rentables, sino para informar con decencia y rigor. Sin duda, es más rentable para un canal de televisión emitir una película porno que explicar por qué mueren veinte mil niños de hambre al día. Otra cuestión es que unos contenidos constantemente deprimentes y trágicos no ayuden a que las sociedades tengan esperanza e ilusiones. Creo que en la marginalidad, en los grupos de ayuda colectivos, en la lucha de muchos ciudadanos humildes y en numerosos ejemplos de solidaridad y cooperación se pueden encontrar muchas noticias positivas y optimistas. Esas son nuestras buenas noticias, no la crónica sobre la lujosa vida de un multimillonario de Los Ángeles.

–Ahora que el gobierno argentino impulsa una ley de medios que reemplazará la que está vigente desde la dictadura militar, ¿cuál debería ser la estrategia para movilizar a una sociedad desencantada con los proyectos colectivos?

–Las dos palabras son participación y democratización. Se trata de cumplir el derecho ciudadano a informar y estar informado, para ello hay que dar licencias a propuestas mediáticas que den acceso a la ciudadanía y que aseguren suficiente pluralidad y rigurosidad en sus contenidos. Mi opinión es que se debe garantizar que los colectivos sociales representativos del país tengan acceso a esos medios, bien como propietarios de licencias o mediante propuestas de medios colectivos, comunitarios, alternativos que garanticen esa participación. Pero, tampoco, basta con darles licencia para emitir, el Estado debe garantizar su viabilidad como servicio público que son. Porque, si al final necesitan publicidad y rentabilidad comercial, caerán de nuevo bajo las condiciones del mercado y no serán alternativos a lo existente.

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=88227